jueves, 11 de agosto de 2011

Bebída / Soda

Soda

El automóvil estaba parado, humo salía del cofre, y la posición no era nada favorable; exactamente a la mitad de una vuelta prolongada en forma descendente, en dado caso de que algún otro automóvil pasara por ahí no habría duda que provocaría un accidente. Nunca había sucedido esto, nunca se había descompuesto el Volkswagen, tal vez el Peugeot, pero el Volkswagen jamás. Para esta clase de predicamento sabía que lo primordial era avisar a futuros automovilistas de mi percance; quitar las llaves del automóvil, encender las luces intermitentes, bajar del automóvil, después cortar ramas y ponerlas una por cada metro detrás del automóvil como señal de prevención. Terminando esta labor el cielo se tornó negro y empezó a llover. La noche estaba próxima y yo a estar nervioso; y lo común en estos casos, es sudar frío.
Volver al automóvil quitar el seguro e intentar sacarlo lo más posible de la autopista fue lo más sensato, cosa que no hice hasta que una camioneta Ford pasó y esquivando mi auto logro esquivarme. Después de tal hazaña, estando afuera del peligro del camino, me senté empapado en el asiento del copiloto y recordé que conmigo tenía un celular, sin perder tiempo lo saque y la señal del celular era gloriosa toda “la barrita” de igual manera la pila. Intente llamar pero mis dedos no marcaron, ya que, qué número marcar, en este país quién sabía los números de ayuda para carretera, pues al menos yo no. Sin solución alguna, llame a mi hermano, que no respondió sino hasta la segunda vez que le marque; cuando contesto le conté donde me encontraba y cual era mi percance, se notaba un poco admirado –solo un poco- después lo comprendió todo y no tardo en reprocharme con preguntas con tono inquisitorial: “Porqué te fuiste a Chiapas”, “Porqué no nos avísate”, “Te encanta esto, ¿no?, llamar la atención”, etc. Sin responder espere a que su enojo acabara y cuando lo hizo sus preguntas cambiaron a modo de que las pudiera responder. Le conteste objetivamente y así del ingenio de dos seres humanos se hayo una respuesta en la boca de mi hermano: “Bien buscare ese número…, te marco en quince minutos”. Mi humildad y sumisión solo me dejo contestarle: “gracias, espero”.
Pasaron los quince minutos y no marcaba, y el frío era cada vez más insoportable, las piernas me dolían y en el cuello sentía un dolor de enfriamiento. No había pasado carro alguno y la lluvia empezaba a hacerse más fuerte. No se veía nada y para calmarme encendí la radio. Paso un minuto y le hable a mi hermano, quien no contesto, ni aunque le marcara hasta llegar a la octava vez. Con un poco de temor –pero no tanto como el que sentí al estar en ese lugar- llame a mi madre, que para mi suerte no respondió. Llame a varios números y la historia fue la misma. Cada vez que en la pantalla del celular buscaba a algún nombre salvador me detenía cada vez que pasaba su nombre “Estefanía”, y continuaba mi búsqueda, pero poco después al agotarse los nombres me quede con el ojo fijo en el suyo, cada letra se hacía más poderosa, y cerrando los ojos, para darme valor, marque su número. Me dio tono unas dos o tres veces y oí su voz: “Bueno…”, no respondí sino hasta séptimo segundo. Comenté mi situación y ella en silencio escucho, me interrumpió con una pregunta: “Me llamas, porqué…”. Con una pequeña risa le respondí que se me habían acabado los números y solo me quedaba ella como salvación, e inmediatamente dijo: “Mira, es tarde tengo cosas que hacer, adiós…” después colgó. Me sentí deprimido y enojado casi como para salir del automóvil y morir –ya que, así de imponente parecía el monte, la lluvia y la noche, capaces de arrancarle al hombre el alma-. Sin esperar ya nada, mi celular sonó, era un número  desconocido y contesté con voz tímida; era Estefanía con una propuesta: “si te ayudo me debes prometer algo…” –acepte con miedo- “si te ayudo tienes dos opciones después de que te saque de ahí; me olvidas y nuca jamás me vuelves a ver en tu vida, ó me dices lo que en verdad sientes, que me amas, y te quedas conmigo.” Iba a responder cuando dos focos luminosos me cegaron, sentí un golpe como ninguno en toda la frente, creo grite, porque oía la voz preocupada de Estefanía pronunciando mi nombre: “¡Ricardo!, Ricardo…”. Quedé inconsciente y cuando me desperté aun estaba en el monte, lloviendo y de noche,  me sorprendí viendo mi mano que aún conservaba el celular y me volví a impresionar cuando vi la mitad de mi cuerpo desaparecer entre dos pedazos de metal y el dolor había sido remplazado por insensibilidad. Era aún oscuro pero observe que mi automóvil había sido destruido por otro, en una suerte en el que ambos automóviles desaparecían dando lugar a otra cosa, un monstruo de metal amorfo. Ahora la lluvia me caía en la cara no entendía por qué. Yo no veía pero sentía –lo único que sentía- era el frío. Una luz alumbraba un cuerpo inmóvil que podía ver por algún intacto retrovisor, un cuerpo contorsionado, muerto, supuse que era el conductor del otro automóvil saliendo por su parabrisas.
El celular volvió a sonar y conteste, pero no podía pronunciar palabras solo oír. Era Estefanía: “Ricardo, ¿estás bien?, responde, ya pedí ayuda, irán por ti, espera…. Ricardo, ¡responde!” Quería emitir palabras, sonidos pero era inútil, quería decirle que me olvidara, que incluso no la amaba, que no valía la pena rescatarme, que la vida sufriendo por verla sufrir no era vida, que la liberaba, que me perdonará, que la amaba… Pero mi boca no hizo nada por entregarle el mensaje y el frío era cada vez más fuerte.  Oí su llanto, y dijo: “Te amo…”. Una lágrima salió de mí. Al lado izquierdo se veía la ciudad, unos puntos brillantes a lo lejos, que gracias al cielo nublado no se podían confundir con las estrellas. Todo era callado por la lluvia que no paraba de caer, solté el celular, y recordé; mi mano en el sexo de Estefanía en el vacío salón de clases, su rostro transformado por el orgasmo que le provocaba mi compañía, sus manos frías cuando me tomaba por el cuello y me besaba, sus ojos con miedo cuando no la besaba, su pantalón entallado, sus senos perfectos, su cabello lacio, su piel blanca, sus ojos de un castaño claro deslumbrantes, y mi estupidez pidiéndole que se alejara de mi como  si ella fuera una cualquiera, no lo era, solo me daba miedo estar con ella. y quererla, amarla, incluso su odioso acento norteño, su insaciable sexualidad, su imprudencia, su cariño, cosas que ahora amaba y extrañaba más que nunca. La lluvia no ceso en toda la noche golpeando con cada gota mi cuerpo, limpiándolo, purificándome, hasta que solo quedo mi esencia flotando en la noche oscura elevándose y desapareciendo, recorriendo toda la carretera todo el bosque, todo el monte, todos los pueblos; Chamula, San Cristobal, recorriendo el mundo hasta llegar a Estefanía y darle un frío beso de amor en la mejilla. 

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